La primera vez que oí hablar de Mikhail Glinka fue cuando yo estaba estudiando en Zaragoza, en la década de los 70. Igor Moisellev había venido a España con su ballet para hacer tres únicas actuaciones en Barcelona, Madrid y Sevilla pero al enterarse de que eran las fiestas del Pilar en Zaragoza, decidió hacer un desplazamiento con parte de su compañía para bailar en la plaza del Pilar la Jota de Glinka. La actuación fue un éxito. Algún tiempo después me propuse conseguir esa jota pero me fue imposible; incluso en las tiendas de música especializadas me miraban como un bicho raro cuando preguntaba por ella. Algunos me ponían unas caras como si el ruso ese les sonara a chino. Al cabo de veinte años la conseguí.